martes, 15 de septiembre de 2015

Reflexiones sobre la alternancia en la formación de profesionales y la figura del aprendiz

Toda formación profesional ha de construirse sobre un proceso de alternancia entre la ejecución de las acciones, y el análisis y reflexión sobre sus razones



Texto:  Luis Fernández, profesor Centro Integrado FP La Laboral, Gijón


Una parte importante de la confusión presente en los debates sobre las formas de la Formación Profesional se origina al no diferenciar los dos mecanismos independientes que la impulsan desde su nacimiento (y que ya señaló el marqués de Condorcet en el siglo XVIII):
a) Formar de la manera más eficiente a los profesionales que hacen funcionar la infraestructura de la sociedad (especialmente la productiva), para aumentar su rendimiento. 
b) Establecer un sistema de promoción que permita socializar a las clases más desfavorecidas (bien sea por razones de justicia social o -más comúnmente- para reducir las tensiones sociales y evitar los movimientos reivindicativos de éstas). 
(Es obvio que en una sociedad ideal ambos mecanismos pueden ser independientes y podrían ser tratados como tales, pero en nuestra sociedad, por razones de evolución histórica, aparecen interrelacionados) 

El primer mecanismo aborda un problema técnico-docente y como tal depende de un abanico de factores que van desde los modelos formativos en uso hasta los equipamientos disponibles y su inserción en el proceso formativo. Pero la circunstancia más determinante es, sin duda, el nivel de complejidad de la infraestructura social a la que sirve (complejidad que muestra un profundo cambio desde los esfuerzos iniciales por superar una estructura productiva artesanal a las exigencias, en todos los ámbitos profesionales, del elevado nivel tecnológico del momento presente) 

Un profesional es alguien del que se espera, no sólo que sea capaz de ofrecer soluciones para un cierto grupo de problemas, sino que además sea capaz de ejecutarlas con una elevada repetibilidad (que sea capaz de obtener buenos resultados en un elevado número de casos). En este mundo tecnificado una intervención profesional exige dos grandes pasos: 
1º   Hacerse con una descripción cabal de la situación problemática que se aborda, y decidir y planificar el tipo de intervención conveniente que ha de ser acorde con esa descripción, con los principios, leyes y normas que rigen los fenómenos en juego, con las herramientas disponibles (o adquiribles) y con las consecuencias de la intervención. 
2º      Ejecutar con destreza los pasos incluidos en la intervención decidida de acuerdo con las normas de prevención aplicables y verificar que se obtuvieron los resultados previstos. 
El nivel profesional vendrá marcado por el peso relativo de cada uno de los pasos. Cuando más importancia adquiera el primer paso sobre el segundo mayor se considera ese nivel profesional.



El cargador de lingotes en carros que sirvió a Taylor para mostrar las ventajas de su organización científica del trabajo (y levantar un muro entre el que trabaja y el que decide cómo hay que trabajar) va desapareciendo del mercado laboral. La automatización, al margen de hacer desaparecer una inmensidad de puestos de trabajo, ha cambiado la posición del trabajador frente a ese trabajo. De ser principalmente el motor de la acción ha pasado a ser un testigo crítico de las decisiones de un sistema automatizado, decisiones que tiene que saber comparar con el resultado a alcanzar para decidir y establecer las correcciones necesarias. 

Todos y cada uno de los perfiles profesionales exigen una estructura conceptual para interpretar la acción profesional y guiar adecuadamente su modificación cuando ésta sea necesaria, así como un conjunto de destrezas que permitan ejecutar esa modificación. Para cada perfil profesional existe una relación particular entre la estructura conceptual y el conjunto de destrezas. 

(Hace mucho que comprendí con José González -y sus discípulos- que aprender a soldar no es aprender a guiar el electrodo en su trayectoria y velocidad -destreza manual imprescindible hasta que suelda un robot- sino aprender a entender las causas de los defectos de cada proceso y decidir soluciones que los evite. Y para ello hay que “entender” los fenómenos que hay detrás de cada soldadura. La destreza manual exige un detenido tiempo de entrenamiento. La comprensión del hecho de la soldadura exige una compleja estructura conceptual de aprendizaje difícil. Ambas, para ser eficaces, han de desarrollarse al unísono). 

Como consecuencia, para la formación en cada nivel de cada perfil existe una relación óptima entre los tiempos dedicados a la estructura conceptual de análisis y la consiguiente generación de estrategias, y los que se dedican a consolidar las destrezas en la ejecución de éstas. Optimización que casi siempre coincide con una dedicación alternante entre ambas, de forma que se pueda percibir lo que las relaciona y justifica mutuamente. 

Además, a pesar del esfuerzo realizado desde la Enciclopedia de Diderot hasta los tutoriales de YouTube para convertir en información toda acción profesional, siempre hay una parte inaccesible a esta conversión y por ello la acción profesional tiene un imprescindible papel formativo. Simétricamente, y mucho más cuando más tecnificada es la actuación profesional, la propia acción dificulta en extremo percibir la lógica subyacente en ella y las razones que la justifican, impidiendo la plena interpretación de la misma, y negando, consecuentemente, su aprendizaje íntegro. 

Optimizar el aprendizaje de un profesional exige una buena dosificación de los tiempos dedicados a cada cosa y los momentos elegidos para ello. Y esa dosificación ha de ser ajustada a cada caso, y sobre todo apoyada en un claro conocimiento de los objetivos formativos perseguidos. No es lo mismo formar a un profesional que hace muebles a medida destinados a resolver problemas individuales (y que tiene por tanto un espacio laboral en el mercado local), que formar un profesional que hace muebles para IKEA. Y eso a pesar de que los identifiquemos por el mismo nombre. 

Dicho de otra forma, toda formación profesional ha de construirse sobre un proceso de alternancia entre la ejecución de las acciones, y el análisis y reflexión sobre sus razones. El ajuste de las formas de esa alternancia y los espacios donde se desarrolle dependerá fundamentalmente de tres parámetros: el objetivo formativo que se persiga, la capacidad formativa de cada uno de los actuantes principales (Escuela y Empresa) y la política formativa que se plantee (buscar soluciones aplicables a todos o sólo a unos pocos seleccionados). Y por lo tanto es obvio que el intentar trasplantar fórmulas de alternancia (como la formación Dual alemana o suiza) con sólo un esfuerzo normativo, sin analizar a fondo esos tres parámetros en cada contexto y realizar los ajustes necesarios, es una inmensa irresponsabilidad. 

Querer explicar esta relación (interpretación/acción) desde un modelo que sólo distingue “teoría” y “práctica” es como intentar explicar la aptitud para las diferentes “ciencias” a partir de los “temperamentos caliente, frío, húmedo o seco y sus combinaciones”, esfuerzo loable cuando lo realizó Juan Huarte en el siglo XVI pero totalmente improcedente ahora. Intentar estructurar la formación de los profesionales separando la formación “teórica” para la Escuela y la formación “práctica” para la Empresa implica negar la línea de innovación que se inició en el lejano 1887 con la “Enseñanza de día con talleres” introducida por Fernández Vallín en la Escuela de Artes y Oficios de Gijón. Cuando esa separación se hace triturando un currículo que había sido diseñado para desarrollarse en dos apretados años, para rellenar con sus restos un solo curso y ofrecer a la industria un trabajador sin cargas ni derechos sociales durante otro curso, intercambiando el costo de la formación técnica en el sistema de enseñanza pública por la pérdida de libertad y de derechos del estudiante ofrecido, a medio formar, como mano de obra indefensa, esta separación supone un fraude a la Sociedad que debería estar tipificado como delito.

Taller FP Básica
Ahora bien, pretender reducir todos los análisis del problema a este primer mecanismo sin tener en cuenta el segundo, el papel sociológico que ocupa la Formación Profesional en la estructuración de las relaciones sociales, ha sido una de las causas fundamentales de los fracasos de muchas de las propuesta legislativas desde mediados del siglo XIX, y está en la base de los fracasos ya constatables de la Formación Profesional Básica (diseñada sólo como un subterfugio para titular en las estadísticas a los no titulados en los centros) o del experimento equívocamente denominado Formación Profesional Dual. 

Vista desde este segundo punto de vista, la Formación Profesional tiene por objeto atender a un problema sociológico que depende fundamentalmente del gradiente social (diferencia de posibilidades entre los que tienen y los que no tienen) y de la ideología dominante en las estructuras del poder (hasta qué punto tienen que seguir no teniendo los que no tienen). 

Como todos los sistemas autoorganizados que aparecen en las situaciones lejanas al equilibrio, estos mecanismos se ven reforzados por la intensidad del gradiente (formado aquí por las necesidades de supervivencia de unos y las necesidades de mano de obra eficiente de otros). Cuando las diferencias sociales son tan grandes que, a parte del riesgo de vuelco derivado de la tensión social, se pueden estructurar mecanismos formativos de progresión para los más desfavorecidos que supongan una significativa mejora para ellos pero que no atenten contra la bien definida diferencia de clases, estos mecanismos progresan con rapidez y sorprendente eficiencia. Cuando se amortigua la diferencia (de clase) impulsora, se tienden a desregularizar dichos mecanismos y aparentan llamativas pérdidas de eficiencia. (Juzgar los supuestos éxitos de la desparecida Oficialía Industrial intentando encontrarlos en su estructura formativa y no darse cuenta del momento económico en el que se produce -la reconstrucción de la postguerra conocida como los años dorados del capitalismo- y la estructura social de la España del momento -el nacimiento de una incipiente estructura industrial y las necesidades de una inmensa masa de pobres generados entre otras causas por la propia historia y la misma guerra- supone un inaceptable error). 

Intentar ver la figura del aprendiz como un instrumento para la formación de profesionales (y por lo tanto analizable a la luz de lo dicho sobre el mecanismo primero) y no entender que representa una estructura de organización social y como tal está determinada por una coyuntura social concreta, no sirve más que para emborronar (por error o intencionadamente) cualquier estudio orientado a mejorar la Formación Profesional actual. (Cualquier duda al respecto de los mecanismos sociales subyacentes al sistema de aprendices se puede disipar consultando las estadísticas de directivos de la Fábrica de Armas de Trubia cuyos hijos eligieron para formarse su prestigiosa Escuela de Aprendices). 

Otra cosa es que valoremos que la crisis ha justificado ya su trabajo, que la destrucción de las condiciones laborales ha alcanzado sus objetivos en un volumen suficientemente importante de trabajadores, que los desesperados han alcanzado la masa crítica que hace posible reeditar las condiciones de los años 50 y 60 en España, lo que nos permitiría confiar en fórmulas que entonces tuvieron éxito. 

Pero para ello es necesario olvidar nuestro contexto actual. Un contexto internacional donde en vez de asistir a un despegue “dorado” del capitalismo asistimos a una crisis del mismo que se apunta como definitiva, donde unos mercados agotados han desplazado la búsqueda del beneficio de las actividades industriales a la especulación financiera, donde la mano de obra existente supera con mucho a la que necesita el sistema productivo adecuado para producir los bienes que precisan los que pueden adquirirlos. 

Y semejante olvido más parece una apuesta por el suicidio que una propuesta de futuro. 



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