Texto preparado para la Jornada Parlamentaria de Partidos Políticos y Comunidad Educativa celebrada en Madrid el pasado 15 de marzo. El encuentro pretendía un diálogo entre los colectivos y organizaciones que hemos participado en la elaboración del Documento de Bases para una Nueva Ley de Educación y los representantes de los partidos políticos en la Subcomisión por el Pacto Educativo.
Si tuviera que poner un título a la brevísima intervención de esta tarde, creo que se lo habría robado a Antonio Tabucchi: Se está haciendo cada vez más tarde. Y no podemos esperar ya más, hubiera añadido. Vivo día a día el doloroso transitar de chicas y chicos por nuestro sistema educativo -y hablo de dolor en muchos casos, no solo de hartazgo- mientras la agenda política sigue encallada en el minuto 0 sin que el tren parezca arrancar. Pero el tren está en marcha.
Para que hubiéramos podido tener la sensación de que éramos nosotros -la comunidad educativa y la sociedad civil- quienes estábamos contribuyendo a marcar el rumbo de lo que haya de ser la educación en España, hubieran debido darse tres circunstancias que, lejos de vislumbrarse, se nos antojan cada vez más lejos.
En primer lugar, la reversión de los recortes. Parece ya un lugar común, un enredarnos en cifras y porcentajes. Pero no lo es. Llevo más de treinta años a pie de aula y nunca he tenido la sensación de impotencia y de traición -de traición de la Administración educativa hacia mi alumnado- como ahora. Grupos masificados, profesorado desbordado, equipos de Orientación desmantelados -una orientadora para 1.000 estudiantes en mi centro-. ¿Cuántas problemas personales y académicos, familiares o escolares hubieran podido paliarse con una atención temprana? La educación es un proceso que requiere sosiego y diálogo. Y tanto uno como otro nos son estructuralmente negados. Es paradójico escuchar ahora tanto hablar de innovación, cuando se cuentan por decenas los proyectos que he visto crecer de primera mano, muy lentamente, y que desaparecieron de la noche a la mañana sofocados por la asfixia de los infinitos estudiantes a que atender, los demasiados currículos y la sombra de esos termómetros tóxicos en que han acabado por convertirse las evaluaciones externas. Despojado el profesorado de su condición de intelectual -apelo a Chomsky y a Said-, reducido a triste caricatura del Charlot de Tiempos modernos, otros han venido a ocupar el espacio que antes constituían los claustros.
No, no estoy idealizando un pasado que nunca existió. Sé bien dónde estábamos y la honda transformación de que anda necesitado nuestro sistema educativo. Soy enormemente autocrítica con nosotros, los docentes. Pero el espacio simbólico que hemos desalojado otros han venido a ocuparlo. El espacio abandonado por los poderes públicos otros lo han allanado. Y no hay ya esfera educativa -la formación inicial y la permanente del profesorado, los materiales currículares, los proyectos de innovación, los foros mismos de deliberación y debate- que no esté ya privatizada.
En esta sede de la soberanía popular lo podemos decir más alto pero no más claro: no será posible un Pacto Social y Político por la Educación que no se construya desde una financiación suficiente -hablamos de un 5% del PIB como punto de partida, aunque reclamamos un 7%- que asegure dos cosas: que no se deja a los más vulnerables en la cuneta y que no se renuncia a la educación como un derecho universal que debe ser provisto por los poderes públicos.
En segundo lugar, la derogación de la LOMCE. Que nuestro país necesita una reforma educativa nadie lo pone en duda. Que el Ministro Wert entró como elefante en cacharrería, tampoco. Nunca, jamás, una ley educativa ha suscitado un rechazo tan unánime en la comunidad educativa. Era el clamor tan grande que la práctica totalidad de los partidos políticos se comprometió a derogarla apenas cambiara el juego de mayorías parlamentarias. Pero la LOMCE sigue aquí, esta suerte de Frankenstein construida con despojos de lo viejo y relumbrones modernos y cuya brújula orienta al norte que explicitaba su Preámbulo: poner a nuestros estudiantes a competir en la arena internacional. Todas las críticas que recibió en su momento -su desatención al bienestar personal y colectivo del alumnado, a la cohesión social, a la equidad, a la coeducación, a la sostenibilidad medioambiental y un largo etcétera- se tradujeron luego en un espolvoreado de palabras hueras -hueras en ese contexto- que no dejaron rastro alguno en el desarrollo de la ley. Lo que la está marcando a sangre y fuego es la perversión de unas evaluaciones externas que lejos de convertirse en palanca de mejora y equidad se han convertido en espuela de competitividad y segregación. Duele especialmente ver a la escuela pública entrar en ese duelo de “mi escuela” frente a las otras peleando “por la mejor clientela”. ¿A dónde estamos conduciendo -por activa o por pasiva- la educación en España? Un “nuevo sentido común” se está instalando: la creencia de que el verbo educar es un verbo defectivo que solo se conjuga en singular: “mi centro”, “mis hijos”, “mis proyectos”. Necesitamos -a algunos nos urge- derogar la LOMCE y reconstruir el verbo educar, reconstruir y poner en el centro la escuela pública entendida, de verdad, como la escuela de todos y para todos.
Y en tercer lugar, la apertura de un proceso de diálogo con la Comunidad Educativa. El Ministro Wert puso un buzón. La Subcomisión ha dado un paso adelante y ha estipulado una serie de comparecencias, pero ello no se ha traducido luego en un diálogo abierto, en una conversación política y social. Y al que haya de ser el punto de llegada habremos de llegar juntos, tras un proceso colectivo de deliberación y debate, en el que tenga prevalencia cuanto afecta al bien común. ¿Qué nos une a cuantos firmamos este Documento de Bases por una Nueva Ley de Educación?
a) La defensa de la escuela pública. Una escuela laica, democrática, científica, coeducativa, ecológica; respetuosa con la diversidad pero intolerante con la desigualdad.
b) Una escuela que pone en el centro a niñas y niños -su bienestar, su desarrollo emocional e intelectual-, y el bien común en el horizonte.
c) La exigencia de políticas de inclusión y equidad, lo que reclama un sistema educativo flexible -otros espacios, otros tiempos, otra organización escolar, otro currículo- con capacidad para atender las necesidades y asegurar los derechos de todo el alumnado.
d) Una revisión en profundidad de los currículos. Mientras lo vamos dejando otros están procediendo a su voladura descontrolada. La propia LOMCE, con su adiós a la Filosofía, a la Música, a las Artes, abría la puerta.
e) La necesidad de repensar la formación, selección y perfil del profesorado-que debe ir mucho más allá de lo estrictamente disciplinar-, y sus condiciones laborales, correlato inequívoco de las condiciones para el aprendizaje por parte del alumnado.
f) La necesidad, también, de recuperar la confianza en la evaluación, hoy más lejos que nunca de ser herramienta para la mejora, y reducida a simple cedazo de selección de las especies (y los centros) escolares.
g) Y la defensa del carácter genuinamente democrático que debiera tener nuestra próxima ley educativa. Democrática porque en su elaboración haya sido discutida y decidida por la ciudadanía. Democrática porque la titularidad de los centros y su gestión sea pública, y su dirección fruto de una elección democrática por parte de la comunidad educativa. Y democrática, en fin, porque haga realidad que nadie es más que nadie en virtud del contexto socioeconómico en que haya nacido. Pues este es hoy por hoy, no lo olvidemos, el factor determinante en eso que hemos dado en llamar el “éxito” o el “fracaso” escolar.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria y miembro de Yo estudié en la Pública.
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