...En realidad, yo también le puse un pin eligiendo la pública: una educación lo más libre posible, solidaria e igualitaria para todos. Hagan sus colas de acceso, paguen sus cuotas y saquen los vetos de nuestras escuelas.
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Aroa Moreno Durán, InfoLibre, 29 de enero de 2020
Hace una semana, vi una fotografía en la que decenas de padres hacían cola en la noche de enero para tener una plaza en la escuela infantil católica Santa Bernardita, fundamental en la suma de puntos para poder acceder tres años después al colegio de El Pilar, el famoso centro concertado de los marianistas situado en el barrio de Salamanca y donde estudiaron políticos como el expresidente José María Aznar o Alfredo Pérez Rubalcaba y empresarios como Juan Villalonga o Juan Miguel Villar Mir. Una noche fría la puede pasar cualquiera. Es sorprendente, pero no es el tema.
También está el caso del acceso a otras escuelas elitistas privadas, como los colegios de enseñanzas internacionales, donde para conseguir entrar, antes debes haber pasado por sus escuelas infantiles afines y después someter a toda la familia a una serie de entrevistas donde importa tu vinculación con el país, con peso fundamental de tener sangre originaria en tu árbol genealógico. Se ha normalizado que algo así sea relevante y éticamente incuestionable y nos callamos de ponerle su adjetivo preciso. Como es privado, o concertado, no se admiten preguntas.
La educación privada, pero también la concertada en muchos casos, ejerce sus propios mecanismos de filtro, embudo mediante, para que el poder y el estatus, sea cual sea, vayan en la dirección que vayan, estén asegurados en las manos de unos pocos(niños hoy, recuerden siempre que hablamos de niños). En un artículo, el escritor Alberto Olmos decía que el debate de la calidad de la enseñanza había sido sustituido por uno “menos noble”: la calidad del alumnado. Peligroso. Pero no es solamente eso, cuando tu hijo accede a un colegio así la diversidad mengua hasta el punto de constreñirse a universos reconocibles como ponernos un espejo delante. Pregúntate esto mientras sujetas la bandera de la tolerancia: ¿Tengo más que ver con una familia de mi liceo francés donde hay dos mamás o con una familia clásica que lleva a sus hijos a un instituto de Usera?
Más barata o más cara, la cuota mensual lleva implícito el sesgo educativo, la seguridad de que ciertos temas no serán tratados, uniformidad del alumnado, un veto asegurado hacia lo diferente, ya sea a nuevos modelos de familia o a las clases sociales más bajas, control paterno y también económico.
Tu veto puede orbitar sobre el clasismo.
A ver si estamos teniendo hijos para que consigan concluir el camino hacia ese estatus social que nosotros hemos peleado desde otro sitio. O esta variante del clásico: a ver si los hijos nos sacan de parecer pobres. Qué mal. Porque difícilmente la educación pública puede ser reivindicada por aquellas familias que desistieron por la razón que sea y eligieron llevar a sus hijos a uno de los 9.000 centros concertados o privados del país.
Todas las mañanas, sin llegar a entrar en las aulas, veo cómo muchas de las ventanas de la clase de los niños del colegio público de este pueblo de la sierra siguen sin cambiarse desde hace cuarenta años y entra el viento y entra el frío mientras que justo al lado se levanta un brillante edificio blanco de líneas rectas y enormes vidrieras religiosas sobre terrenos que el ayuntamiento de entonces cedió para un colegio concertado cristiano. Esto duele. O cómo, según explicaba el periodista Ángel Munárriz este domingo en este diario, las instituciones públicas y comunidades autónomas financian y avalan el pin ideológico y religioso que tantos colegios concertados ponen a sus alumnos financiando sus centros: hasta cuándo.
Para alejar a mi hijo de cualquier moral, de cualquier creencia, para que fuera libre y también crítico con cualquier sistema ideológico, y porque yo he pisado centros concertados religiosos en mi primera infancia y públicos después, le inscribí en la escuela de mi barrio. Porque creo que solamente los países que invierten en la educación pública, recortando los índices de fracaso escolar o la degradación de su enseñanza, levantan su futuro. Sacar a los niños de sus aulas no es creer en la enseñanza. Elegir entre las opciones que otros no tienen no es apoyarla. La gran razón de peso que sostiene la educación de este país es la equidad, la libertad y el progreso social común. Que algún día mi hijo, en manos de profesionales de la educación, dentro de un sistema que nos iguala y nos potencia, con sus lagunas y sus recovecos, un sistema que debe apuntalarse para que nos cohesione como país y no nos segregue, pueda ayudarme con la comprensión de este futuro acelerado. En realidad, yo también le puse unpin eligiendo la pública: una educación lo más libre posible, solidaria e igualitaria para todos. Hagan sus colas de acceso, paguen sus cuotas y saquen los vetos de nuestras escuelas.
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