martes, 1 de septiembre de 2020

Distanciada

 "La educación debe ser distanciada para convertirse, lejos de ruido y de los prejuicios, en un lugar de encuentro de lo que en sociedad vive en mundos distantes"

Una clase en la escuela pública de Toronto, en 1937. TORONTO PUBLIC LIBRARY / Licencia CC BY-SA 2.0

Ana Carrasco-Conde, La Marea, 1 de septiembre de 2020

La educación debe ser “distanciada” -que no distante- ya sea presencial o a distancia. No porque la sociedad la aparte, sino porque ella misma debe erigirse en una parte que, estando en todos lados como fundamento y principio, no está condicionada por el resto. Debe ser un apartado que, distanciado, permita en su interior el cuidado y el cultivo de quien somos en la manera en la que tenemos de aprender. No se trata de mantener una actitud distante que no atienda a los tiempos, como quien se mantiene lejos e indiferente, sino de un modo de ser que genera una estancia firme y estable (stare) que no se deja llevar por ellos, y que por tanto es divergente (dis) con respecto a los ritmos frenéticos de una época en la que, lejos de valorarse el tiempo, se le ha puesto precio. Vivimos en la época del ahorro del tiempo y, paradójicamente, nunca ha sido peor entendido. En realidad, el tiempo no es oro. Tampoco los resultados. Lo que es oro es lo que hacemos en él. 

La educación debe ser “distanciada” para mantener a cubierto a quien a esta estancia acceda de los ritmos frenéticos del neoliberalismo y de las exigencias del mismo, lo que quiere decir distanciada de la sociedad para poder tomar distancia de ella y sus prejuicios. Distanciada de la obsesión por los resultados finales y por la inmediatez del “ya”, del “ahora mismo”, es decir, lejos de la impaciencia para poder tomarse su tiempo. Educar lleva su tiempo, lo que no quiere decir que deba ser sacrificada por él, sino al revés, darle espacio para que se abra el tiempo. 

La educación debe ser “distanciada” por ello de la rentabilización del tiempo, del “hacer” para alcanzar “otra cosa”, en principio, más valiosa: el resultado, el logro, el beneficio. Distanciada de la obnubilación por la adquisición programática de competencias y del logro. Distanciada para, alejada del ruido, disfrutar del camino en el que somos también lo aprendido. Distanciada del “tener” para lograr la autonomía suficiente como para entender la valía del estar siendo, de estar aprendiendo. Distanciada de la utilidad para dejar de ser útiles, esto es, herramientas del sistema. Distanciada para convertirse en un compartimento y no en una competición: en el lugar común de todas las partes en igualdad. La educación debe ser distanciada para que, fuera del mundo, haga posible otros.

La educación debe ser “distanciada” para convertirse, lejos del ruido y de los prejuicios, en un lugar de encuentro de lo que en sociedad, de barrio a barrio, de centro a periferia, de privilegios de clase a desventajas del lugar de nacimiento, vive en mundos distantes. Distanciada para eliminar el estar distante y lograr la proximidad con realidades que, desde nuestro emplazamiento cotidiano, no vemos. 

Por ello también la educación debe ser pública, ajena a intereses corporativos. Y no ser entendida y explotada como negocio. El sistema de producción ha fagocitado muchas cosas. No solo el tiempo del negocio y nuestra forma de trabajar, sino del ocio mismo, no porque el ocio esté dirigido, como viera Debord, a seguir siendo rentables para el sistema en tanto en cuanto pasamos a ser consumidores y generamos “ganancias”, sino en el mucho más antiguo sentido de ocio, del griego scholé, es decir, de escuela cuando los seres humanos tuvieron al fin tiempo para pararse, preguntarse y ver el mundo de otra manera. Para ellos, por el mero hecho de aprender. 

La educación se ha convertido ahora en un negocio que, lejos de estar distanciada, se integra en la lógica de la productividad y la rentabilidad. Y así, integrada y sin distancia, se nos han pasado –o no– algunas otras cosas, como por ejemplo, que cómo se entienda la educación y el estudio configura un tipo de subjetividad y de forma de articular la intersubjetividad. Distanciada, la educación enseña a gestionar el disenso y a integrar y aprender de la diferencia. 

Estudiar no es meramente aprender, como quien recoge e integra en su haber (del latín apprehendere, que significa “agarrar”) una serie de conocimientos. Esta es solo una parte del final de un proceso, la de los resultados finales que podrán ser después aplicados. En realidad quien estudia no tiene posesivamente aquello que se le ha enseñado, sino que, de algún modo, lo que se le ha mostrado ha crecido en él desde su interior entremezclado con toda su historia. Lo que se estudia, cómo se estudia y junto a quién se estudia nos conforma: acaba siendo algo consustancial a nuestro modo de ser con nosotros mismos, con los demás y con el mundo. Por eso estudiar (lat. estudio) es prestar cuidado (lat. studium) a lo que se enseña para cultivar de tal modo que los frutos dependan de los modos del dar, del dejarse dar y de esa interacción plural entre los miembros de una comunidad de estudio. No se trata de adquirir competencias o conocimientos, como herramientas para desempeñarse productivamente en el mundo. 

Estudiar es la manera de aplicarse despacio y atendiendo a las maneras de aquello que se estudia para hacerse uno mismo y producir nuevas formas de estar en el mundo. Estudiar es cultivar y, como en el caso del cultivo, es preciso tener paciencia, llevar un ritmo pausado y constante, atender a las pequeñas vicisitudes del camino, dejar que la semilla arraigue y siga el camino de un fruto que se abre camino a su debido tiempo. Para cuidar hace falta tiempo, pero un tiempo distinto, alejado del mundo más allá del aula, diacrónico en el que poder tomarse tiempo para pensar. 

Y hacen falta unos modos, una atención, una labor casi artesanal para llevar a cabo ese proceso. Estamos obsesionados con los resultados finales y con los logros, tanto que hemos desatendido el camino mismo y los modos en que este tiene de ser andado. Lo importante -oh, anatema- no es la adquisición del conocimiento, “tenerlo”, “tacharlo” de la lista de un programa- sino todo el proceso o la odisea de la conciencia como bien pudiera llamarla Hegel. La educación no es un volcar datos. Es un darlos y compartirlos con cuidado. Y hay que amar mucho lo que se enseña para aprender a amar lo que se estudia. 

La educación debe estar distanciada porque es un acto de amar, de buscar y entender, de escuchar y comprender lo que se sitúa ante ti e integrarlo como parte tuya, pero nunca la posesión misma de aquello que se ama. Platón hablaba de amor platónico y así, en medio de la polis, pero en un apartado de la misma, se buscaba conjuntamente y sin el compás del tiempo respuestas ante preguntas cuya mera formulación ya es configuradora. Y para ello había que salirse de sí mismo como leemos en el Fedro: sentir la “manía”, una de las formas griegas de hablar de la locura como manera de distanciarse del mundo y tratar de ver más allá para comprender aquello que nos causa asombro o entender por qué debería causárnoslo. La educación así entendida enseña incluso a tomar distancia de uno mismo. Y solo así, distanciada y liberada, la educación puede proporcionar a la sociedad cambio y posibilidad de mejora sacando al mundo de sus goznes. 


Ana Carrasco-Conde
Profesora de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Escribe ‘El incordio’ en ‘La Marea’ y ‘Disruptiva’ en lamarea.com.

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