martes, 28 de noviembre de 2017

Es la época de la baratura mental: se avecina un Black Friday educativo


La idea es afianzar lo que hay, con la apariencia de moderno. Que la mayoría esté contenta con una escolarización de rebajas, mientras un tercio poblacional presume de selecto.



Manuel Menor, Mundiario, 27 de noviembre de 2017

La idea es afianzar lo que hay, con la apariencia de moderno. Que la mayoría esté contenta con una escolarización de rebajas, mientras un tercio poblacional presume de selecto.

La mercadotecnia sabe cómo hacer que todo parezca bonito, bueno y barato. Observar, padecer o participar de lleno en la fiebre compradora enseña mucho al respecto. Conviene aprender pronto esa lección, pues todo el año será un Black Friday continuado, una especie de orgía inacabable del comprar. Independientemente de si merece la pena o es indispensable lo que compramos, allá iremos en aglomeración para no ser infelices y, además, porque de este modo haremos crecer mucho –eso han vendido ya- los puestos de trabajo. Por este camino –y sin advertir que lo de la lechera era un cuento de luctuoso final-, pronto nos harán saber que no hay otro modo de acabar con el paro laboral: como si todo fuera cosa de aumentar ligeramente el promedio de 230 euros de promedio de gasto que estiman gastaremos los españoles en esta compulsiva fiesta comercial.

Como cuando Claudio Moyano

No suelen contar, para que no dudemos de tantos beneficios inefables, la explotación laboral que conlleva la mayoría de estos nuevos “trabajos”, su estricta precariedad y condiciones contractuales a menudo fraudulentas, inadvertidas por las inspecciones de Trabajo y por los bien engrasados resortes mediáticos encargados de dejar en la nebulosa del incienso los salarios traspapelados en temporalidades que no se pagan y que hay que trabajar. Sin embargo, como andamos de neolenguajes, y entre tanta modernidad denominativa no conviene perder el sentido, vaya por delante que no todo es adelanto. A menudo, puede ser una barbaridad lo que, en medio del glamour advenedizo de una motivación exótica, nos pueden querer colar, ya sea con el Thanksgiving, el Black Friday, el Cyber Monday o con la intensa devoción que por un pacto educativo le ha entrado a este ministro de Educación y de otras variopintas competencias. Tantas son y tan al servicio de lo que haya de decir como Portavoz del Gobierno, que -en medio de tanta adaptabilidad a las pautas americanas-, recuerda al que fuera Ministro de Fomento en el siglo XIX, el zamorano Claudio Moyano, de quien lleva nombre la primera ley general relevante en la educación española.

En un reciente acto en la Universidad de Valladolid, -donde había sido rector Don Claudio-, se le alabó especialmente esta ley de 1857 y, como en muchas otras ocasiones en que se le menciona, se obvió decir que anticipó la irrelevancia que se daría a los asuntos educativos en las instancias políticas. Aquel Ministerio de Fomento era un conglomerado constituido a cuenta de competencias de otras instituciones del absolutismo, cuando Fernando VII estaba casi en las últimas, en la pretensión de que enjalbegara de urgente modernización la cerrada tosquedad que mostraba el Estado. 

Desde su sede en el palacio que había sido de la Inquisición, Fomento trató de racionalizar y proteger “todos los intereses legítimos y los agentes inmediatos de la prosperidad”, pero con límites y condicionantes tales que el papel asignado a los asuntos educativos fue prácticamente nulo. Mesonero Romanos lo deja traslucir en Memorias de un setentón e, incluso, en su Manual de Madrid

Por otro lado, si el Estado de la segunda mitad del siglo XIX apenas se preocupó de las tasas de analfabetismo existente, ya se había condicionado a sí mismo en el terreno de la instrucción con las cesiones de soberanía que había hecho al Vaticano en el Concordato de 1851. 

La famosa ley educativa -además de no ir acompañada de presupuesto económico- dejó campo abierto a la iniciativa privada y, particularmente, a las asociaciones y órdenes religiosas, como estudió Yvonne Turin en 1963. Y también alentó la fiebre legislativa alternante y contraria que se puso de moda enseguida: baste recordar que nuestro primer ministro de Educación en 1900, García Álix, en apenas seis meses que duró en el cargo –otra constante de la época-, emitió 308 decretos que muy pronto iban a ser sustituidos por otros y que, cuando su sucesor pretendió regular en igualdad de mérito variables como la “libertad de centros”, el intento fue cortado con todo tipo de querellas y otras modalidades belicosas. 

Es en ese contexto de una legislación condicionada e indecisa en el que la historia de la Institución Libre de Enseñanza, su nacimiento en 1876 y buena parte de sus desventuras tuvieron su raíz. E igual cabe decir de los intentos de la II República por la dignificación de la enseñanza pública, depurados y –como dijo Ibáñez Martín en la inauguración del curso 1940-41- “amputados con energía”, pues de “envenadores del alma popular” se trataba, según ya había escrito José María Pemán en 1936. De ahí que nada de la actual estructura del sistema educativo establecido en 1978 sea gratuito, ni que tampoco sea casual Méndez de Vigo en la c/ Alcalá, 34.

Un consenso de Black Fryday

No hacía falta, pues, la aparente modernidad de un Black Friday en Educación, que es lo que parece vaya a ser el texto consensuado que en abril –o algo antes- le hagan llegar los partidos a este ministro como propuesta de Pacto en que apoyar una nueva ley. Sería la 12ª, un signo claro de que el supuesto pacto residenciado en el art. 27 de la Constitución tiene muchos agujeros en demasiados aspectos. Sin tanta alharaca, y si hubieran analizado en detalle las razones de la falta de consenso que persiste en los asuntos educativos, hubieran advertido que allí se dieron por válidas -por desigualdad de peso específico de los firmantes y cuando también aquí estaban en marcha los Acuerdos con el Vaticano-, una serie de pautas que son las causantes de muchas de las carencias existentes. No de todas, desde luego, pero sí de bastantes y muy significativas. El argumento de la tradición, reafirmado por estos 40 años últimos , a lo que se ve tiene vocación de futuro en la estructura educativa española. Durante mucho tiempo una cosa fue “ir al colegio” y otra muy diferente “ir a la escuela”, y ahora parece volver a imponerse –en lenguaje democrático extraño- que una cosa siga siendo ir a la escuela pública y otra muy distinta el enviar los niños y niñas –separados, incluso- a colegios concertados o privados. Y ya se verá cómo se cuenta que todo se ha de seguir haciendo a cuenta del mismo erario público.

El problema es que, si la tradición vale en determinadas asociaciones como argumento doctrinal de cohesión y de fe, en cuestión de políticas educativas democráticas lo único que cabe invocar es la racionalidad contable, justa y equitativa,. Si de un único sistema educativo hablamos, no son inteligibles privilegios que adulteren la responsabilidad del Estado en la defensa y protección de los derechos de sus ciudadanos, ni tampoco que este haga dejación de su neutralidad doctrinal al menos en lo que atañe a la estricta red de enseñanza pública. Lo que está tratando de reafirmarse en este momento, sin embargo -y que habría de evitarse- es que estos derechos continuaran solapados en un discriminatorio Black Friday educativo, en que los más se contenten con ir a unas rebajas y los muy pocos –cada vez más selectos, por más segregados del resto- traten de sostener a toda costa un certificado de excelencia por una vía de la diferencia que, a ser posible, lleve el marchamo religioso en los primeros años escolares y, a continuación -si Dios lo quisiere-, mediante Universidades y MBAs de indiscutido posicionamiento en el top socio-económico. Un pacto con tales supuestos es un mal apaño que pronto volverá a ser objeto de recriminaciones de todo tipo. Como tantas otras veces en el pasado, volverá a ser algo provisional, demostrativo de que la Educación sigue siendo asunto irrelevante en la política española.

De “envidias igualitarias”

Los tiempos convulsos en que vivimos son propicios a la pérdida del seny o del sentidiño, que dicen en Galicia, cuando de asuntos importantes se trata. Algún ilustre político ya hizo notar hace años, cuando se iniciaba en el arte de la impasibilidad y en la técnica de los “hilillos de chapapopte”, que para mantenerse en el inestable candelabro valía argüir, cuando de derechos derechos sociales se tratara, con la “envidia igualitaria” de los otros, “este gran mal”. Ahora mismo, y tal vez por ello, hipócrita parece celebrar el día internacional contra la violencia de género si también esta aspiración se introduce en ese constructo negacionista, causante de tantos desastres en nuestro mundo: 55 asesinatos ya van este año, amén de nueve menores de edad por este capítulo. Las manifestacioness del día 25 han mostrado cifras muy altas en todo el mundo y a muchos les vale como excusa. Cuando se acuerdan de que es urgente poner remedio, apelan a lo bien que vendría una buena educación. La mencionan, plantean un protocolo –que les sirva de salvoconducto irresponsable- y la dejan en el mismo vacío de cuidados.

Cuando tan bien decían que iba la recuperación económica, sin embargo, nos han recriminado que seamos el estado europeo en que más ha crecido la desigualdad. Todo un récord de excelencia democrática. Raro es, igualmente, que este año el Informe PISA-2015 –tal como lo han traducido los medios- no haya destacado que el sistema educativo español sea de los más igualitarios si se tiene en cuenta el nivel socioeconómico del país. ¿Es que sería peligrosa esa línea de actuación? ¿Y no resulta extraño que sea preciso este informe de la OCDE para decir algo que todo profesor ha visto desde hace años ante sus ojos de continuo: que las chicas suelen ser más colaborativas que los chicos en asuntos como la resolución de problemas, pero que también podrían destacarse en otros muchos aspectos escolares?

En suma, esta nebulosa no debiera impedir ver que el Black Friday de la educación española no es nuevo. Está en marcha desde hace tiempo y sólo falta la oportunidad para que se oficialice su flexible adaptabilidad a lo moderno. Una educación altruista es más costosa y, sobre todo, no agrada a quienes lamentarían que el sistema educativo pudiera ser un efectivo instrumento inclusivo, equitativo y de calidad.


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